Él
vio el amor resplandecer en sus ojos, que esa noche fueron estrellas refulgentes.
Ella brillaba radiante a pesar de todas las tribulaciones que existían en el
pensamiento de él. Sentados en aquel café ella quiso conocer un sueño, por
el cual había nacido aquel amor, por el cual aquella historia existía exultante. Pero él
calló sabiendo que confesar su secreto prometía el final. Y ya estaba demasiado involucrado,
demasiado inmerso en su interior ardiente, demasiado perdido por ella. ¿Cómo podría
dejar de amarla si sólo pensaba y fantaseaba con sus ojos, con sus labios, con
su cuerpo pálido a la luz trémula de la luna? Así que simplemente calló todo lo que
tenía que decir y se entregó a ese viejo e inesperado amor.
Él
no escuchó las voces ni la música, no miró la gente ni las calles. No puso
atención a nada. Esa noche lo único real fue ella ahí sentada frente a él;
mirándole, augurando un amor intenso y rabioso, que juraba arrebatar hasta el
último aliento de su vida. Y entonces él la miró fijamente a los ojos buscando algo y
por lo que vio él creyó que valdría la pena morir. Así que se despidió, la acompañó al
taxi y se marchó para tragarse una bala en nombre de ese amor que tanto miedo
le provocaba.
Escondido
entre las sombras de la noche sintió el tacto frío de la muerte quien susurraba
excitada a su oído que lo hiciera, que se atreviera. El viento acariciaba
su rostro surcado por la pena y el llanto. El sabor a metal y óxido invadieron su gusto y se
sintió extasiado mientras decía adiós agradecido por morir enamorado, porque ella
lo amara casi igual como él la amaba a ella. Puso el dedo en el gatillo y la
luz del viejo faro lamió sus lágrimas y su dolor. Y entonces repentinamente supo que no lo
haría una vez más. Una vez más se acobardaría. Más días vendrían y habría que
vivir con la ausencia de ella, con la maldita incertidumbre; tendría que vivir
con el temor de no saber si aquella noche habrá sido la última en que vería sus
ojos invadidos de amor, inyectados de aquella pasión que sólo ella poseía y
concedía. Y es que él más que nadie sabe que el amor no es vida. El amor es
morir; lentamente, dulcemente, pero es morir.
Ale... Desde el Infierno
Copyright©2014 Rubén Alejandro Domínguez Jameson All Rights Reserved
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